Ningún problema biológico-social es tan grave para los países en desarrollo como el de la desnutrición.

Las mayorías populares se empobrecen cada día más en un ritmo progresivo como el del proceso inflacionario que afecta al mundo y que encarece gradualmente los alimentos.

Ningún aumento en los ingresos económicos compensa la disminución del poder adquisitivo de la moneda, de tal manera que las mayorías populares se empobrecen más, y aunque desti­nan, cada vez, mayor proporción de sus ingresos al rubro de la alimen­tación, la dieta resulta insuficiente.   

Este proceso inflacionario paulatinamente produce un “desgaste biológico” (en las mayorías de los seres humanos) en los llamados países del Tercer Mundo, mientras que en los sectores minoritarios deja un balance favorable que se evidencia en la fabulosa acumulación de capitales, en el menor “desgaste biológico” y donde, tal vez, hacen presencia otros problemas asociados con la malnutrición. 

La desnutrición es un problema cuya solución no es fácil, y el tiempo para resolverlo es incierto y de largo plazo. Se requiere que se aúnen voluntades políticas en las más altas esferas donde se deciden las políticas sociales para fomentar cambios estructurales profundos. La realidad política de nuestro país nos dice que ese deseable propósito futuro esta muy lejano. Sin embargo, esfuerzos de muchas instituciones, ONGs, redes, y Universidades, son importantes para ambientar una buena atmósfera donde se tomen adecuadas decisiones políticas; mientras tanto, la variedad de medidas paliativas deben ser bien acogidas.

Al interior de los graves problemas de salud publica que sufren nuestros países en América latina y particularmente Colombia se encuentra la desnutrición(1). Ella es una enfermedad social cuya presencia e historia hay que analizarla - en términos de origen y comportamiento - en el seno de las estructuras económicas y de los ambientes socioculturales con ausencia de reconocimiento a la diversidad y riqueza cultural; en éstos, se han promovido las situaciones de miseria, hambre y marginación que caracterizan a las mayorías poblacionales.

Cuando los españoles llegaron a América y particularmente a la Región Andina, produjeron una transformación del modelo productivo y muchos vegetales nativos fueron reemplazados por otros introducidos, quedando relegados a una producción o consumo lo­cales, como “alimentos de indios”. Dada la dinámica cultural de este pro­ceso, el maíz y la papa, se incorporaron a la alimentación mundial como un valioso aporte americano, y otros cultivos introducidos como el trigo, arroz, cebada, plátano, etc., se incorporaron y fueron adoptados como propios por la culturas andinas latinoamericanas.

No obstante el infortunado encuentro, la población americana, y especialmen­te el campesino de la Región Andina - ancestros de las recientes poblaciones urbanas -, sobrevivieron a siglos de explotación y de violencia, gracias a sus productos de la tierra, a los que han sumado en cantidades mayores o menores algunas proteínas de ori­gen animal.

En los últimos tiempos - al menos en el caso Colombiano - los procesos de modernización del aparato productivo, los problemas de estrechez y ausencia de tenencia de la tierra, el desplazamiento del campesino de sus campos hasta su agregación como hombre marginal u obrero en las ciu­dades, la ampliación del mercado interno de alimentos procesados de fá­cil preparación y consumo pero de bajo o nulo valor nutricional, están provocando la proscripción de muchos alimentos ancestralmente apro­vechados.

La producción de vegetales tradicionales con compo­nentes nutricionales notables como la quinua, chocho, chachafruto, lengua de vaca, majua, etc., es cada vez más baja; y algunos productos prácticamen­te han dejado de hacer parte de los hábitos alimenticios. Asimis­mo la progresiva urbanización del país, el impacto de los medios masi­vos de comunicación, están provocando cambios en el modo de vida de las gentes, y consecuentemente se van dejando de lado las tecnologías tradicionales de producción, almacenamiento, preparación y consumo de alimentos. Todo esto unido a la desvalorización cultural de lo propio, se convierte en un mayor riesgo para los sectores de la sociedad caracteri­zados por condiciones precarias de vida.

Frente a esta realidad, que sólo se resolverá cuando se den cambios profundos en la producción y distribución social de los alimentos, la res­puesta del Estado ha sido ineficiente, debido a la carencia de una política de alimentación y nutrición que beneficie a las mayorías. Se han implementado programas de suplementación alimenticia para niños preescolares, se estimula la lactancia materna ha­bitual y sostenida para prevenir los problemas nutricionales en niños menores; sin embargo, estas acciones son de poca trascendencia.

Se presta asistencia médica a los niños desnutridos y se llevan adelante campañas educativas que ex­plican el valor nutritivo y la necesidad de consumo de alimentos que la población no puede adquirir. Hasta el momento no se prevén solucio­nes radicales y la situación más bien se está agravando como consecuen­cia de la crisis mundial de alimentos, la disminución de la oferta y la imposición cultural de nuevos modelos de alimentación que reempla­zan las dietas tradicionales.

Otro problema que se evidencia en la implantación de programas nutricionales tiene que ver con la ausencia de reconocimiento sobre la dinámica de la  relación nutrición-cultura en los contextos interculturales. Hoy día, poco reconocemos y poco sabemos de los aspectos culturales, sociales y psicológicos de la nutrición, aunque si sabemos mucho de los aspectos científicos asociados a ella.

Las personas encargadas de promover acciones de mejoramiento nutricional están seguros de poder planear acertadamente los flujos de los insumos nutricionales. Con anticipación ya han resuelto los problemas de selección o producción de nutrientes, almacenamiento, y transporte, a las regiones que lo necesitan. Pero el personal encargado no encuentra la manera de persuadir a la comunidad para que consuma los alimentos por fuera de la presión coyuntural, muchas veces es forzada por campañas, que van en contra la voluntad de las personas que no comprenden su utilidad desde su experiencia y conocimiento de los alimentos en el contexto de su cultura. Una vez se retira el programa, la fuerza de la tradición retoma el campo avanzado.

Más qué alimento.

“[...] aunque me aseguren que un plato de lavaza ha pasado por todas las pruebas de toxicología y de bromatología y que se garantiza que es ple­namente apto para el consumo humano y que tiene todas las vitaminas, proteínas, minerales y demás, que un almuerzo de los que como todos los días, y que de hecho es uno de esos almuerzos pero servido todo en un solo plato, no me llevo la cuchara a la boca con esa mezcla que me parece repugnante. Y si me obligan a hacerlo sufriré nauseas y hasta podré enfermar. Sin embargo, la diferencia entre mi apetitoso almuerzo y el plato de lavaza será pura gramática, sintaxis, ritual: la lavaza es un caos culinario, pero la cul­tura es orden, algún orden [...]”. (Paramo: 1998)

Para el ser humano, entendido como un ser social dotado de cultura, los alimentos tienen muchas otras connotaciones, más allá de las asociadas con el aporte nutricional para su necesidad biológica primaria.

El hecho de comer está indisolublemente ligado tanto a la naturaleza biológica de la especie humana, como a los procesos adaptativos que ella genera en función de sus particulares condiciones de existencia; procesos que cambian a lo largo del tiempo y el espacio. En tal sentido es necesario comprender y entender las relaciones que las personas establecen con los alimentos donde predomina una lógica aportada por las formas de economía, convivencia y socialización. Esto nos lleva a afirmar que la cultura influye sobre el comportamiento relacionado con el consumo de alimentos y en última instancia sobre el estado nutricional de los individuos que integran cada población.

Los alimentos que consumimos pueden reflejar los orígenes, las costumbres, los hábitos y la situación económica y social de las personas, los  hogares y las sociedades. Un plato sobre la mesa puede revelar hechos de cultura y de sociedad (Rouffignat, 1993), de historia y de economía, en  fin, de política (Mascolo et al, 1992).

Es por eso que conocer los modos de obtención y distribución de los alimentos, quién y cómo se los prepara, aporta un conocimiento extraordinario sobre el funcionamiento de una sociedad. Asimismo, cuando descubrimos dónde, cuándo y con quién se comparte el consumo de alimentos, estamos en condiciones de deducir, en buena medida, el conjunto de las relaciones sociales que prevalecen dentro de esa sociedad (2). En definitiva, las prácticas alimentarias son una parte integrada de la totalidad cultural.

Los comportamientos socioculturales que determinan la alimentación humana son poderosos y complejos: las gramáticas culinarias, las categorizaciones de los diferentes alimentos, los principios de exclusión y de asociación entre tal y cual alimento, las prescripciones y las prohibiciones dietéticas y/o religiosas, los ritos de la mesa y de la cocina, etc. Todo ello estructura las comidas cotidianas.

El consumo de alimentos en general, ya sea de comida o bebida, trasciende la pura necesidad de alimentarse en el sentido de nutrirse, pues está tan cargado de significados, de emociones y ligado a circunstancias y acontecimientos sociales que nada tiene que ver con la estricta necesidad de comer. En definitiva, alimentarse es una práctica que se desarrolla más allá de su propio fin que sustituye, resume o señala otras prácticas sociales.

La variedad y las diferenciaciones en el mundo de la cultura alimentaria  pueden tener distintas consecuencias pero algunas de las más importantes están relacionadas con su influencia sobre las características de la dieta.

Es la cultura la que crea, entre los seres humanos, el sistema de comunicación que dictamina sobre lo que es comestible y lo que no lo es, sobre lo toxico y la saciedad, sobre lo que es bueno o no para comer, porque comemos lo que comemos debido a razones tanto ceremoniales como sociales.

Las creencias culturales son poderosas, y solo cuidadosos esfuerzos podrán modificarlas o eliminarlas. A veces, las presiones del occidente para lograr cambios, se han llevado a cabo de manera torpe y desconsiderada, por lo que las comunidades locales las han percibido como signo de imperialismo cultural. Los intentos por cambiar las prácticas tradicionales nocivas resultan un poco más eficaces cuando se originan en el seno mismo de la cultura en la que se producen.

NOTAS:

(1) La desnutrición genera efectos físi­cos y psicológicos perjudiciales en la niñez, impacta en el aumento de las tasas de morbimortalidad, trae consecuencias negativas en el desarrollo y el aprendizaje, disminuye la capacidad productiva en el joven adulto, minimiza la resistencia a las en­fermedades y promueve el acortamiento de la esperanza de vida, entre otras consecuencias.

(2) A principios del siglo XIX, así lo entendía BRILLAT-SAVARÍN quien escribía “… dime lo que comes y te diré quién eres”. Y, aún hoy, el plato que comemos puede dejar entrever particularidades culturales, económicas y sociales.

Bibliografía

ANTUNEZ DE MAYOLO, Santiago (1981) La Nutrición en el Antiguo Perú. Banco Central de Reserva del Perú. Lima.

BRILLAT-SAVARIN (1975) Physiologie du goût. Paris: Hermann éditeurs.

HORKHEIMER, Hans (1973) Alimentación y obtención de alimentos en el Perú prehispánico. Universidad de San Marcos. Lima.

MASCOLO, Sophie, ROUFFIGNAT, Joël. y VALLÉE, Anne (1992) Manger, fait de culture, fait de société. Québec: Musée de la Civilisation, document No. 11.

MURRA, Jhon S. (1975) Formaciones económicas y políticas del mundo andino. Instituto de Estudios peruanos, Lima.

PACEY, A. y PAYNE, P (1985)  Agricultural development and nutrition. London:Hutchinson-F.A.O.

ROUFFIGNAT, Joel (1992) Manger, fait de culture, fait de société. Document N°11